El voyerista
Por Alfredo Guzmán
Tengo una historia que contarles.
Hoy, que han pasado tres días, no me la creo y supongo que me expuse, pero imagino que el mismo miedo hizo que yo reaccionara así.
Entiendo que hay un miedo colectivo que nos paraliza. Por eso no entiendo lo que hice.
Leo y observo que hay muchos jóvenes, principalmente mujeres, que aparecen a diario en las páginas de Amber, reportados como desaparecidos. Tengo 3 hijas y una compañera. Además de un varón. Soy un anciano de 68 años.
No tengo ni la fuerza ni la vitalidad ni los reflejos de cuando era joven que me permitía retar a la muerte en muchos casos sin sentido.
Nací en la avenida Moliere, de Polanco, México, pero después de la vía. O sea en uno de los miles cinturones de miseria de la capital del país.
Un día antes mi compañera me comentaba de la insensibilidad social, luego de que leyó una nota de que en París, un anciano falleció de hipotermia, luego de estar expuesto al frío por espacio de 12 horas. Por la noche cayó, y nadie lo levantó, ni pudo pedir auxilio y al amanecer, un pordiosero lo vio, le habló y llamó a los servicios sanitarios. Llegó al hospital y murió.
–“Pero cómo es posible que nadie lo auxilió, estamos hablando de un país de primer mundo.” Me dice la dama.
–“Entiendo que hay muchos problemas y la insensibilidad social crece, quizá por temor a meterte en un problema” le contesté.
Retorno a lo que iba a contarles.
Eran las 15 horas del jueves 27 de enero, salí a comprar pozole, para aligerar la carga de la vida. Vivo por la colonia Revolución y tenía que comprar aquello en la Tata Gildo, porque me agrada el sazón. Me subo al auto y observo que no tengo gas. Subo hacia la avenida de los Gobernadores y cargo. Tarjetazo, porque no tengo efectivo y es fin de quincena.
Tomo rumbo al Libramiento a Tixtla, para ir por el mercado y seguir derecho. Pero al salir al libramiento por la Cooperativa, casi cerca del crucero de combis de Los Ángeles, por donde hay varios puestos de pollos rostizados, en sentido contrario hacia mí, viene un taxi con la puerta trasera del lado del conductor abierta.
Observo unas piernas de mujer saliendo de la puerta, como forcejeando y pataleando. Eran de mujer, porque traía falda, intuyo.
Doblo la dirección del auto, me retorno y el taxi se detuvo a cerrar la puerta abierta y me le cierro.
–¡Qué pasa aquí, taxi, qué pasa aquí! Abro de un jalón la puerta del conductor y casi lo amago con darle un golpe.
–Señor, señor, perdón, es mi hija. Dice el taxista. Una señora que lo acompaña, asiente y me calmo. La joven y otro muchacho con ella forcejean en el asiento trasero.
¿Es cierto, señorita? No puede hablar, la pobre, va en estado inconveniente o algo parecido.
¿Qué me paso?, porqué lo hice, ahora que lo valoro, fue una imprudencia, pudieron traer armas, pudo haber sido otra cosa y en este momento no lo estaría contando.
Tengo días reflexionando, de dónde me salió el coraje, vencí el miedo y me atreví a hacer algo que por mi condición, debe estar reservada para gente más avezada, joven y con mayor capacidad de respuesta.
-“Perdón”, les dije y me subí al auto y retorné hacia mi destino primario, que era el pozole, pero iba al cien de presión y mi corazón latiendo y respirando fuerte, preguntándome, qué jijos de la chingada hice. Me detuve por el jardín de niños Octavio Paz y me puse a llorar.
No me debo involucrar en situaciones que me expongan. No soy autoridad, no porto arma, ya estoy anciano, no debo, no puedo y me van a partir lo que nunca me han partido.
En fin, el espíritu cívico, la conciencia social, imaginar que pudiera ser algunas de mis hijas, en fin, torpeza y media.
Hoy lo puedo contar, regresé y lo platiqué a la familia y todos nos quedamos pensando y supongo que me quisieron regañar porque que el imprudente, volvió a hacer de las suyas. Porque siempre me andan regañando, ese día no fue así.
Quizá para no hacerla grande, dieron gracias a Dios, como yo, que regresé sano de una salida simple a la calle.
Gracias, Dios, gracias vida.